11 jul 2015

La noche que los tangueros durmieron en paz




(De  Rodolfo Jorge Rossi)

La historia comienza en 1884 al entrar en vigencia la Ley 1420, de enseñanza gratuita, pública y laica. Esa norma sancionada por el gobierno del General Julio A. Roca,  provocó una feroz crisis nerviosa en monseñor Luigi Matera, Nuncio Apostólico en Buenos Aires y por ende embajador del Papa.
La ley, considerada diabólica por la Iglesia,  dejaba la religión fuera de los colegios públicos; además hacían su aparición las temidas maestras normales, contratadas por el Poder Ejecutivo en los Estados Unidos.
El susodicho Matera, con toda la rabia junta, conspira para que la norma se derogue. Informado el Presidente Roca de que el curita aúlla  en los conventos, lo invita a retirarse. Le da veinticuatro horas para dejar el país. Además, la Argentina rompe relaciones diplomáticas con el Vaticano.
El Nuncio despechado fue compañero de seminario de un tal Giuseppe Sarto; al regresar a Roma, Matera  transmite toda su inquina a su viejo amigo, para terminar la triste historia de su vida en un sórdido sanatorio para enfermos mentales.
Sarto no perdonó jamás el deterioro emocional de su camarada; culpaba a la Argentina por su muerte. En 1903 es elegido Papa; se convierte en Su Santidad Pío X. Lo primero que hace cuando es ungido vicario de Cristo es  lamentar que su antecesor, León XIII, haya reanudado relaciones diplomáticas con nuestro país.
Es así que durante una reunión cardenalicia se entera que  el Káiser Guillermo ha prohibido que sus tropas bailen una danza procaz originada en el Río de la Plata.
La figura de Matera, loco y solo en un hospicio mugriento aparece en los sueños del  Papa; entonces éste inquiere sobre la danza  prohibida en Alemania.
-Es el tango, contesta un secretario, y agrega: su origen se remonta a las casas de mala vida en Buenos Aires.
Pío X dicta de inmediato una pastoral dirigida a los párrocos de Italia donde alerta acerca de una forma de bailar venida de Argentina que representa un gravísimo ultraje al pudor.  Ordena que los curas desde el púlpito informen a los fieles sobre las características diabólicas de la danza; sin duda  fue creada en el infierno. No sabía el Santo Padre que el tango ya había entrado fuerte en Italia; era el entretenimiento preferido de la nobleza. Cuando los grandes burgueses  se enteran de la prohibición ponen el grito en el cielo. Comienzan a presionar a la Santa Sede para que revea la medida de manera inmediata.
En primera instancia el Papa trata de resistir. Dice que ceder ante el tango es someterse ante el mismísimo Mandinga. Pero no soporta la presión ejercida por los poderosos, que además son su sostén económico; entonces busca una salida elegante ante el problema. La solución es brindada por el secretario: convoque a una pareja a bailar en su presencia y juzgue con sus propios ojos. El papado invita a unos milongueros que en ese momento hacen furor en Europa. Se trata de Casimiro Aín, apodado “el vasquito” y su pareja. La noche anterior a la prueba el vasquito reflexiona y cambia de compañera. Para bailar ante el Papa lleva a su hermana. Más inocente imposible, piensa. En la mañana de un lluvioso abril de 1913 se presentan ante Su Santidad en la Biblioteca Vaticana. El secretario pone en un gramófono acústico el tango “Ave María” de Francisco Canaro.
El Papa mira con atención el baile de la pareja. Cuando terminan dice: procaz no me pareció, pero me gustaría  que prueben con una danza folclórica de mis pagos venecianos  llamada “La Furlana”. Con lo expresado, Su Santidad demostró su total incapacidad para leer la realidad. Tal sutileza no estaba en la inteligencia del Sumo Pontífice, que era sin duda un cartonazo total.
Un hecho ridículo como la prohibición del tango tendría graves consecuencias en nuestro país. Si bien se comenzó ironizando con coplas criollas: “el tango tiene una gran languidez, por eso lo prohibió el Papa Pío X”, terminó con un gran resentimiento contra la Iglesia Católica. Éste tendría  su punto culminante  años más tarde.
La relación entre el Estado Argentino y el Estado Vaticano se normalizó. Durante mucho tiempo la rutina caracterizó el vínculo. Hubo tranquilidad hasta que se celebró en Buenos Aires el Congreso Eucarístico Internacional de 1934, donde monseñor Pacelli, futuro Pío XII, tuvo un papel destacado. Pacelli aprovechó este acercamiento para  reiniciar el fuego. Pidió que se devuelva la enseñanza católica a las escuelas públicas y se prohíba el tango.
Ante tamaño disparate la reacción no se hizo esperar. Los tangueros se unieron de inmediato  en defensa de la tanguidad. Al grito de: “curas a la horca”, comenzaron a trabajar para la consagración total de nuestra música. En 1935 se inicia la gloriosa “década del cuarenta”, que durará casi veinte  años. Culminará trágicamente en 1955. Las palabras del futuro Papa Pío XII causaron un efecto contrario al buscado.
Para colmo de males en 1943 el tango se consolida aún más a través de un personaje  que comienza a destacarse en una oscura oficina de gobierno, desde la cual, como Secretario de Trabajo y Previsión, emprende la tarea de ganarse a la masa obrera con la sanción del aguinaldo y las vacaciones pagas.
Se trata del coronel Juan Domingo Perón.
Sobre el discutido Coronel las opiniones están divididas. Algunos destacan sus estudios en Italia con  manifiesta simpatía hacia el fascismo, la falsa sonrisa gardeliana, su penoso agnosticismo moral y el uso demagógico de una densa megalomanía autoritaria. Otros resaltan el amor sincero por los obreros desprotegidos, parias, descamisados, escupidos, humillados y ofendidos. Lo que todos rescatan en el líder es su pasión ciega por el tango.
Para Juan Domingo sólo contaban los tangueros. Discépolo, Manzi, Troilo, Cátulo Castillo, fueron sus amigos más queridos. Además era un milonguero consumado del nivel del Cachafaz o del Tarila. En febrero de 1946 es elegido Presidente de la Nación; con el  General Perón el tango llega a su punto más alto. El país vive al ritmo del dos por cuatro. Los sábados los clubes rebalsan de parejas que bailan con sus orquestas preferidas; las hinchadas de tangueros no dan abasto. Los devotos de Osvaldo Pugliese se identifican con una curita en la mejilla izquierda, los de Troilo con un pañuelo blanco en el bolsillo superior del saco. A la salida  cruzan alguna trompada, pero la cosa no pasa de ahí.
La Iglesia mira azorada la felicidad argentina. El Papa Pío XII, gran odiador de nuestro ser nacional, no tiene mejor idea que canonizar al ínfimo Pío X, el que encendió la mecha. Es el 3 de septiembre de 1954 Perón se da cuenta de inmediato de la provocación. Decide contestar con el rigor que lo caracteriza.
En los primeros meses de ese año había aparecido en Buenos Aires un pastor evangelista llamado Theodore Hicks que decía hacer milagros mediante oraciones religiosas. Atendía en el estadio del Club Atlanta, en Villa Crespo; diariamente era visitado por miles de fieles que buscaban consuelo y paz interior. El Episcopado pide al gobierno que prohíba las funciones del pastor. Como respuesta Perón lo invita a conocer la quinta de Olivos para que vea a las chicas de la Unión de Estudiantes Secundarios. Luego, en motoneta, pasean juntos por Palermo.
Entonces, en una reacción desmesurada, la Iglesia apoya la fundación del Partido Demócrata Cristiano para oponerse al Justicialismo. Como contrapartida, el 17 de Octubre, en el tradicional acto de Plaza de Mayo, Perón se refiere a la Iglesia como “enemigo embozado, que como caca de paloma, no tiene olor”. La Curia contesta objetando moralmente a la mencionada Unión de Estudiantes Secundarios, especialmente  su rama femenina.
Los acontecimientos se precipitan. Perón sanciona la ley de profilaxis y aprueba el divorcio vincular. La Iglesia brama. Los estudiantes  -junto a los decrépitos sirvientes de Stalin del vetusto Partido Comunista Argentino- hacen causa común con los curas. Llegamos así al sábado 11 de junio de 1955 cuando se realiza la procesión de Corpus Christi. Ésta reúne una multitud. Todo el anti-tango sale a  la calle. La suerte está echada.
El 16 de junio, en una mañana fría y nublada, aviones de la Marina bombardean la  casa de Gobierno y la Plaza de Mayo con la intención de matar a Perón.
El saldo arroja casi cuatrocientos  muertos y miles de heridos. Ciudadanos que concurrían tranquilamente a sus trabajos en una ciudad abierta son masacrados.
Perón se escapa y se refugia en el Ministerio de Guerra, sabe que sólo le queda una salida, comunicarse  con sus amigos del tango. Les dice que se junten en un café de la cortada San Ignacio, en el barrio de Boedo, y esperen su llamado con instrucciones.
A las diez de la noche suena el teléfono. El gran bandoneonista escucha la voz áspera del Presidente: ¡Milongueros del mundo unidos hagan tronar el escarmiento!
Al grito de ¡tango si, frailes no!, marchan desde San Juan y Boedo hasta la Curia; le prenden fuego. Luego saquean la Catedral; se hacen fotos en la calle vestidos con hábitos, casullas y sotanas. Algunos sostienen un cáliz; otros, crucifijos gigantescos, también imágenes de madera arrancadas minutos antes. Se ponen los atavíos del obispo para formar una orquesta de tango; en la vereda  interpretan “La Cumparsita”. Al rato, con más tranquilidad, sonrientes, comienzan a quemar iglesias. La primera es la de Santo Domingo, en Belgrano y Defensa. Después San Francisco, en Defensa y Alsina. Siguen La Piedad y San Nicolás de Bari. Más tarde San Miguel, La Merced, San Juan y Nuestra Señora del Socorro. Cuando se retiran, sigilosos, eufóricos, felices, mascullan: fue una jornada de gloria infinita para  nuestro tango celestial.
Sesenta años después del gran incendio,  sabihondos y suicidas  afirman que esa noche los tangueros durmieron en paz; con la conciencia limpia y tranquila. Como angelitos.
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Imagen: La orquesta típica, óleo de Antonio Berni.