30 may 2015

Vagabundeo de cabotaje




 (De Rubén Derlis)

Los largos periplos por calles porteñas que incitaban a un sostenido vagabarriar sin ton ni son, paulatinamente se van circunscribiendo –que no aquietándose– , a zonas más restringidas;  la intención de perderse por barrios menos conocidos se va replegando, porque las tabas ya no dan para tanto, hay que hacer posta con más frecuencia de la necesaria entrando a cualquier café que sale al paso, o en el banco de una plaza, si es que su verdor la anuncia en nuestro no fijado itinerario, y tomar aliento, porque hace rato que se ha perdido el paso Pitman  y notamos que empiezan a chirriar los goznes de la vida. 
 Ante esta realidad incontrastable que impide los agotadores cruceros barriales no hay que entrar en pánico, por el contrario, es aconsejable alejar toda idea de desespero, y dado que callejear es parte de nuestra porteñidad, se debe conjugar este verbo en la modalidad  cabotaje: viajar dentro del propio barrio. Y aunque algunos sean de la opinión de no encontrar gracia en ello, (por mi parte digo que tampoco se trata de gracia alguna), a poco que se revisiten lugares conocidos, se habrá de dar con nuevos descubrimientos que de tanto ir y venir por las misma calles nos pasaron inadvertidos: fachadas, árboles, esquinas, perspectivas y tantas cosas más que a lo sumo hemos mirado, pero nunca vimos.
Por lo general creemos conocer el barrio donde habitamos, que acerca de él lo sabemos todo, como si un barrio –el nuestro como cualquier otro– fuera un módulo estático cuando en verdad su dinamismo lo mantiene en permanente transformación (si estos cambios son para bien o para mal, es otro asunto).
¿Fuimos conscientes de la transformación del íntimo espacio que nos contiene? Seguramente no; acaso ni nos dimos cuenta de su continua metamorfosis porque se daba mientras nosotros también cambiábamos; ocupados como estábamos en nuestro cambio, acaso reparamos muy poco del que se operaba en el fragmento urbano que nos cobija. Entonces habría mucho para ver. Pensemos solamente que más allá de quince cuadras a la redonda –que no son pocas–  de la manzana donde habitamos,  casi es territorio desconocido pese a pertenecer al mismo mapa barrrial. Es posible –por no decir seguro– que allí se hayan producidos cambios que ignoramos, algunos de los cuales podrían resultarnos chocantes (la antigua casona demolida para dar nacimiento a un nuevo edificio en altura), o gratos (la esquina de un vetusto local clausurado que ahora luce con un café acogedor gracias al buen gusto de una excelente remodelación). Son sólo dos ejemplos; puede haber más y de distinto tipo; sólo es cuestión de salir a callejear y de asomarnos a los nuevos asombros que nos esperan. Y siempre en el barrio, en nuestro barrio, que no termina en las cinco o seis cuadras a la redonda por las que nos movemos para hacer las compras mínimas o para tomar el colectivo que nos transportará a alguna parte.
Si bien soy un apasionado de los largos cruceros barriales, por imperio de las circunstancias (los años no vienen solos), el descubrimiento de los vagabundeos de cabotaje me ha deparado no pocas sorpresas, frustrantes unas, de sostenida alegría otras, tal como sucede en una ciudad en alocado crecimiento.
De crucero o de cabotaje, lo importante es salir a la calle a calibrar sus pulsaciones, que como quedó dicho, sacudirán nuestra existencia con diversas emociones.
En cuanto a salir a la calle, debo rectificarme y decir: entrar  a la calle, en plena adhesión a lo que sostiene el barriólogo Ángel Prignano  cuando escribe con indiscutible acierto que no se sale a la calle, sino que se entra en ella.
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Imagen: Síntesis del escudo de la Ciudad de Buenos Aires.
Texto tomado de su libro: Códigos de callejero.