1 ene 2015

Saga con viajeros



(De Martín Felipe Sosa)

Noticia: murió Fabiola, reina viuda de Bélgica, personaje difundido hasta el hartazgo por las revistas con motivo de su boda, hace de esto taitantos años, y de la que no tuve otros datos desde entonces. No recuerdo muy bien cómo era su historia, pero sí que se trataba de una española no perteneciente a una dinastía real. Aprovechando la momentánea notoriedad  de esa señora apareció por Buenos Aires un  hermano suyo que, entre nosotros,  medró bastante tiempo en función de ese parentesco. Se llamaba Jaime de Mora y Aragón, sujeto payasesco que intervenía en espectáculos y en fraguados incidentes que tenían por ámbito lugares de jarana. Comúnmente se le decía “Fabiolo”, solía vestir frac blanco, usaba monóculo, y un buen día trepó de pantaloncitos al ring del “Luna Park” para enfrentar a Martín Karadajián.
Vale la pena  –o  no, quién sabe – hacer memoria de ese ser absurdo y ridículo por haber sido el último y degradado representante de una especie aquí extinguida a partir de él. Me refiero a la de los viajeros, esos capitostes ya previamente famosos que venían a instalarse por unos meses entre nosotros, a lucirse, a pontificar, a ser seguidos, admirados y padecidos. Fabiolo fue el postrero; después todo cayó bajo el imperio de la televisión y no hubo ya que ocuparse de quien pasa por la calle, sino de quien lo hace por la pantalla, que, por supuesto, puede estar muy distante, digamos, océano de por medio.
Tal cambio, provocado por la innovación tecnológica, alteró, a su vez, un estado de cosas impuesto por otra anterior del mismo carácter. Porque en origen no se viajaba sino por guerras o por comercio, por aventura, por desventura o por vocación. Los viajeros eran guerreros, mercaderes, descubridores, exploradores, misioneros, científicos, o bien fugitivos o desarraigados, hambrientos o esclavos. Pero se inventó la navegación a vapor y junto con ella el telégrafo y las cosas se modificaron radicalmente. Los primeros que se largaron a viajar sin motivo definido y sin tomar más recaudo que el de pagar el pasaje, fueron periodistas, o cosa parecida. A Buenos Aires quienes primero vinieron en esa condición fueron dos italianos: Edmundo D’Amicis y Paolo Mantegazza, anticipos, sin saberlo, del francés Albert Londres, el que vino de incógnito siguiendo el hilo de la “Zwi Migdal”.
Pero ya la posta había pasado al gremio entonces próspero de los conferencistas, tan floreciente que hasta surgió un rubro de empresarios encargados de organizarles giras, merced a los cuales el traslado, la oratoria y la permanencia tenían compensación fenicia. Fue así como, en 1908, a favor de la gran proliferación de socialistas, se lo trajo a Enrico Ferri, socialista de campanillas y criminólogo y sociólogo de relieve mundial, con quien comienza, en modo estricto, la etapa de la historia porteña en que se instaura una relación estrecha y acuciante entre nosotros y los viajeros. Anunciado Ferri, los socialistas, encantados, concurrieron en multitud, previa adquisición de entradas, al teatro “Odeón”, encabezados por su plana mayor. Arranca la perorata y al minuto, no más, ya el disertante lanza su sentencia descalificadora: “En un país excéntrico como éste, inmerso en una economía primaria –dijo–, el socialismo es imposible”. Continúa, en medio del estupor de la concurrencia, y no tiene empacho en definir al “socialismo colonial” como mero esnobismo, como desvelo provinciano empeñado “en copiar o parodiar lo que ocurre en las metrópolis”, en tanto por las caras sudorosas de Juan B. Justo, Nicolás Repetto y Enrique del Valle Iberlucea pasaban, intermitentes, los cuatro colores.
El italiano era tajante, no se arredraba y no había forma de interrumpirlo. La exposición terminó sin aplausos y con la mitad de las butacas vacías; Ferri saluda y se retira del escenario. Apechugando rabia, Justo sube a él e improvisa un muy decoroso y, en verdad, juicioso alegato en contra de lo escuchado, pero la espina les quedó clavada hondo a los hombres del “viejo y glorioso” y tal fue el motivo por el cual, para el Centenario, hicieran venir a otro socialista eminente a restañar la herida causada por el detractor: apelaron a Jean Jaurès y, en efecto, el autor de la Historia sincera de la Revolución Francesa se mostró mucho más comedido hacia sus correligionarios “indianos”, si bien no dejó de escandalizar y, a veces, poner ruboroso al ascético grupo, debido a sus gustos de bon vivant y su debilidad por las faldas.  
Los viajeros empezaron  discutiendo la naturaleza del socialismo local y terminaron convirtiéndose en solemnes definidores de lo argentino y de lo americano, a los que no pocos escuchaban como oráculos, referencia que no apunta a negar los indudables méritos y aciertos de varios de ellos, sino a expresar asombro porque se haya dado tanta importancia –hasta en términos multitudinarios– a personas que estaban de paso y que, en ocasiones, ni siquiera hablaban nuestro idioma. No era éste el caso de José Ortega y Gasset y, en rigor, fue al único que se lo rebatió con agrura, seguramente injustificada, por aquello de El hombre a la defensiva y “argentinos, a las cosas”, que tanto molestó.
Aunque peor lo pasó Waldo Frank, optimista visionario que postulaba una suerte de redención espiritual americana, y que acabó trompeado y pateado malamente por una patota nacionalista. Su contraparte pesimista, el pintoresco y papelonero conde de Keyserling –quien, además era un filósofo notable y que tangueramente subsiste en eso de “No te hagás el Keiserlín”– hablaba de lo telúrico, de lo intuitivo, del horror y del “silencio genesíaco”, del “légamo en que se asienta lo humano en el Nuevo Mundo”, y es seguro que el aporte de ambos ha inspirado e inspira a buena parte de lo que ha venido escribiéndose sobre nuestra realidad social.
Lo que se cuenta de la estadía del conde en Buenos Aires se pierde en el abismo de lo desopilante: sagaz conocedor de países exóticos, eximio orientalista, literato reconocible hoy en libros que son joyas, como La vida íntima, tenía, empero, sus fallas, compañeras de una enorme corpulencia y de una verborragia abrumadora, alternada con interpretaciones de canto y otras pianísticas. Y comía pantagruélicamente y bebía en proporción, con lo que solía finalizar ebrio cuanto agasajo que se le hacía: el gran Alfonso Reyes ocupaba el cargo de embajador de México y le ofreció una recepción. Si el alemán era un coloso, el mexicano era chiquito, esmirriado y pelado. En un momento, poseído por el alcohol y tambaleante, el gigante, para no caerse, apoyó su mano en la cabeza del aterrado anfitrión y utilizó a la persona de éste como bastón por unos cuantos minutos, hasta que pudo conseguirse acercarlo a un sillón y tirarlo a que durmiese la mona. En un ágape con periodistas organizado por Victoria Ocampo, y presuntamente despechado por haber ésta rechazado avances de su parte, la agredió en un crescendo insólito culminado con el sabrosísimo dicterio de “india con flechas”, obvio y cruel resumen del tradicional desprecio con que suele mirarnos la élite europea.
Hay, todavía, un puñado más de transeúntes por nuestra ciudad que merece ser recordado. Por ejemplo, Georges Clemenceau y James Bryce, quienes posteriormente escribieron acotaciones llenas de inteligencia y comprensión sobre Buenos Aires; Albert Einstein, quien vino a explicar “en sencillo” su teoría, y que de regreso en Alemania se despachó con que –según creía– en nuestra ciudad sólo dos personas lo habían comprendido: “Una –puntualizó–, un general Dellepiane (Luis), que entiende de cálculos balísticos; y la otra, un señor Lugones, escritor”, modesto espaldarazo que bastó para animar al poeta a incursionar en la física deductiva, como lo hizo en su curiosa obra El tamaño del universo, y, sobre todo, Rabindranath Tagore, el  más raro de todos, tipo extraño de viajero mudo: no pronunció conferencias, no recitó ni en bengalí ni en inglés y ni aun, siquiera, hizo declaraciones a la prensa. Lo suyo era sólo estar de pie, estático dentro de su túnica y tras de su barba, con la palma de la mano derecha recogida en dirección a la muchedumbre como para bendecirla, sea en la barandilla del barco, en la esquina de una avenida o en las barrancas de Punta Chica. Y la gente –impresionantes aglomeraciones–  lo miraba embobada con aire de “he aquí que este profeta nos conducirá ahora hasta las riberas del Ganges”. Un hombre enjuto, de sombrero rancho (al que llamaban “De Bernardi”) se ponía, al parecer espontáneamente, ante los arrobados y les dirigía exhortaciones, invocaciones, frases breves. Cada tanto volvía el brazo hacia el ilustre santón  lírico y exclamaba a voz en cuello: “¡Vedlo al peregrino!”.
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Imagen: Jaime de Mora y Aragón, más conocido por el sobrenombre de “Fabiolo”.