9 dic 2014

El flaco Gardel


(De Negro Hernández)

El café es un lugar de contadores de cuentos o mejor dicho de cuentadores, tal vez porque allí son escuchados por un auditorio atento que entiende los códigos masculinos. Sus protagonistas suelen relatar infinidad de historias, algunas inverosímiles, otras trágicas, pero todas dignas de ser narradas por cualquier escritor, como la del flaco Páez que escuché con los muchachos una noche calurosa de verano. Ese mismo día el Gallego había contratado con la cervecería Quilmes el servicio de barriles para vender bebida suelta. Dicha empresa había enviado unas mesitas redondas con su sombrilla en el centro y las sillas de lona haciendo juego con todo el piripipí de la marca de la cerveza.
Estábamos allí tomando un balón cuando se aparece Páez y sin mediar ningún permiso, así de parado, se puso a contar una historia melodramática con lujos de detalle.
El flaco siempre quiso parecerse a Gardel, pero no tenía la pinta, ni la voz, ni siquiera el oído como para imitarlo. Una mañana se levantó temprano de la cama para ir al trabajo, entró al baño de la pensión y preparó la máquina de afeitar, la brocha y abrió las canillas del agua caliente de la ducha y del lavado. Luego se mojó la cara con las dos manos, desparramó un poco de crema jabonosa y mientras giraba la brocha sobre sus mejillas vio el rostro de Gardel en el espejo que se iba empañando con el vapor del agua. Al principio se asustó, no lo podía creer. Es un sueño, pensó, y cerró las canillas. Limpió el espejo turbio y lo vio al Zorzal del otro lado, hizo una mueca y la imagen le respondió, se tocó la nariz, y lo mismo, le entró a dar con la gillette y el Maestro se afeitó.
Todavía sin creerlo, se bañó apurado con la esperanza de poder reconocerse después de secarse con el toallón desteñido. Salió del baño, evitando mirarse, y volvió a la pieza. Se vistió con la ropa del trabajo, y ahora más tranquilo buscó el ropero  en cuya  puerta central pendía un espejo grande. Carlitos lo miró con un pantalón vaquero y una camisa color caqui que decía sobre el bolsillo derecho Mudanzas Veloz. “¡Se me hizo!”, dijo. “¡Gracias Señor, después de tantos ruegos!... ¡Si me viera la vieja!”.
Salió al pasillo agrandado el hombre y se cruzó con doña Emilia, buenos días. En la calle saludó al canilla sacando pecho, pasó por el Café, tomó un cortado en la barra y caminó las tres cuadras que lo llevaban al laburo. En el trayecto se dio cuenta que nadie lo había reconocido como Gardel. Se detuvo en la esquina de la  farmacia para mirarse en el reflejo de la vidriera, y sonrió con una sonrisa inigualable.
Nunca se sintió mejor. El patrón estaba en cama con gripe y él tenía un viaje para retirar unos canastos y por la tarde otro para entregarlos por allí cerca. Se pasó las horas en la oficina hablando con Rosita, la chica del teléfono que le gustaba tanto, y buscándose cada tanto en el espejo colgado detrás del escritorio pintado con el nombre de la empresa. Entre mate y mate se animó y la invitó a comer una pizza a la salida. Ella aceptó de muy buena gana. Caminaron hasta la avenida y en el boliche de la esquina pidieron una grande, mitad de muzzarela y mitad de anchoas. Entonces, después de inclinar los labios de costado, le tomó las dos manos y le dijo: “R.r.r.r.osita.a… quiero que seas mi novia”. Ella asintió con alegría bajando su mirada con vergüenza. Después fueron a la plaza del barrio iluminada por una enorme luna llena, y en el banco de la plaza la apretó entre sus brazos  para cantarle al oído “El día que me quieras”. Más tarde, venciendo su pudor, la invitó a la pieza de la pensión y pasaron la noche juntos.
Cuando el flaco se despertó a la mañana siguiente estaba solo en la cama arrugada. Co-rrió hacia el espejo del ropero y se vio a sí mismo. Desconsolado por tanta realidad sintió que el mundo se le derrumbaba, sin embargo sobre la almohada había un papelito escrito con lápiz de labios que era su única prueba: "Gracias Carlos, por una noche inolvidable. Rosita Quiroga".
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Imagen: Dibujo de Carlos Gardel por Hermenegildo Sábat.