25 jul 2013

Placeres sencillos


(De Cecilia Spinetto)

Mi primer recuerdo de un Café es en Buenos Aires, mi ciudad natal, mi ciudad en el mundo.
Mi primer recuerdo de un Café, tiene olor a té y algo de nostalgia.
Cuando era chiquita uno de mis planes favoritos era ir a trabajar con mi papá, ir al Centro. Además del paso por su oficina, había muchas cosas divertidas en el paseo: visitar las librerías de la calle Corrientes (de las que nunca me iba con las manos vacías), viajar en subte, almorzar en algún restaurante como "Prosciutto" o "La Robla", y ala tarde, indefectiblemente, ir a tomar algo a un Café.
Por aquel entonces yo todavía no tomaba café (gusto que descubrí en el año 2001, en mi primera visita a Europa, en los Cafés de una hermosa melliza de Buenos Aires, Madrid), habitualmente pedía una gaseosa o quizás un submarino, pero una tarde la gaseosa y el submarino me parecieron muy infantiles (tenía 6 o 7 años) y decidí pedirme un té con leche, como si me diera un aire más adulto.
Esperaba una taza blanca con un saquito inmerso en agua blancuzca que empezara a teñirse con el té, pero no. Cuando el mozo se acercó a nuestra mesa, traía en su bandeja de acero inoxidable una taza blanca vacía, en otro platito un saquito de té, una mínima tetera, también de acero inoxidable,  con agua caliente y, por otra parte, una jarrita con leche, además del porteño vasito de agua para acompañar.
Mis ojos vivieron ese despliegue como una especia de ritual digno de una bebida tan noble como el té.
Había entrado en aquel bar sin prestar mucha atención en dónde estábamos, pero ante semejante ceremonia me apresuré a preguntarle a papá, al mismo tiempo que me empezó a gustar más la barra hecha con diferentes mármoles y los viejos carteles enlozados que decían "Se ruega no escupir en el suelo", iguales a los que había en la terraza de mi casa (y yo no entendía muy bien). Estábamos en "La Embajada" (Santiago del Estero e Hipólito Yrigoyen), que lejos de lujos, protocolos y formalidades, acababa de ofrecerme el mejor té de mi  ida.
En los días sucesivos, me encargué de enloquecer a mis padres con un pedido: una tetera chiquita de acero inoxidable. Llegó envuelta en papel madera, comprada en algún bazar, simple, plateada, rústica si se quiere, una de esas que con el tiempo no cierran bien o pierden agua al servir: mi mejor tetera, que aún está en la casa de mis papás, pero que, seguramente, algún día va a estar en la mía.
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Ilustración: Barra del  café "El Federal", dibujo de Natalia Müller.
Nota e imagen tomadas de la revista "Un cortado" .