15 oct 2012

Don Benito y sus palomas


(De Enrique Mario Mayochi)

Setenta años atrás, Buenos Aires tenía un regalo para sus niños: las palomas del Balneario o de la Costanera, que como por entonces era única no necesitaba que se le determinara diciéndole Sur. Para todos, grandes y chicos, eran las palomas de don Benito.
Benito Costoya -uno de los personajes singulares del ayer porteño- llegó alguna vez de su España natal y recaló en el Balneario, cerca de la avenida Tristán Achával Rodríguez, de los juegos infantiles instalados por Gustavo Meyers -a quien siempre acompañaba una mona con atuendo femenino, sombrero y cartera-, del Teatro Griego, de la Fuentes de las Nereidas o del Nacimiento de Venus- a la que la pudibundez porteña desterró allí para sancionar a Lola Mora, su escultora-, de la Escuela Superior de Bellas Artes, del espigón donde se pescaban pejerreyes (porque por entonces el río no estaba contaminado) y la confitería "La Rambla", de propiedad de don Enrique. mi padre.
En su modesta vivienda, don Benito comenzó a reunir, a criar, a disciplinar palomas. Llegó a tener y dirigir unas diez mil. Porque realmente las dirigía con su silbato, a pie o desde su bicicleta a la que alguna vez trepé, luciendo en todo momento su clásica gorra negra.
Y hasta allí llegaban los padres para que sus chicos -de traje de marinero, comprado en "El Niño Argentino"- las viesen volar, posarse dócilmente en torno de don Benito o retomar el vuelo tras recibir la orden de partida. Un buen día comenzó a pintarles el plumaje de azules y oros, de verdes y rosas. Para las fiestas patrias, para el 25 de Mayo o el 9 de Julio, las bandadas de palomas pintadas de celeste y blanco semejaban una gran bandera argentina en marcha y se confundían con el cielo.
Cuando en 1931 vino por segunda vez el principe de Gales -después Eduardo de Winsor, Wallis Simpson mediante-, recibieron al barco que lo traía luciendo en sus alas colores de la enseña británica. Y para el Congreso Eucarístico Internacional, de 1934, el blanco y el amarillo pontificios volaron subre la gran cruz de Palermo.
El presidente Marcelo Torcuato de Alvear -varón de buen diente- lo conoció un día en que concurrió a la Escuela Superior de Bellas Artes para gustar un pejerrey al barro, la especialidad de Costoya, que era también cocinero. Y en la ocasión le pidió que poblase de palomas la Plaza de Mayo. Don Benito lo logró con tiempo y paciencia, a pitada limpia y menguando un tanto la población de su palomar del Balneario.
Porque ha de saberse que la Municipalidad de entonces -a cargo de ese gran intendente que fue Carlos M. Noel-, además de ayudarlo con un modesto sueldo de peón, le permitía instalar viviendas subterráneas y enrejadas para sus palomas.
Benito Costoya ya es sólo memoria de otros días, de los de mi niñez, pues murió el 1º de julio de 1937. Las tataranietas de sus palomas todavía vuelan por BuenosAires y él las contempla desde el cielol montado en su bicicleta y tocado con su gorra negra.
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Imagen: Palomas.
Tomado de la revista: Historias de la  Ciudad.