15 abr 2012

Sobre tangos y barrios



(De Diego Ruiz)

Este cronista, aparte de vagabundear por esas calles de Dios, suele buscar inspiración para estas notas escuchando música. Y si bien puesto a escuchar le vienen bien tanto un takirari como una czarda, tanto Puccini como Louis Armstrong, tanto los Wawancó como Vivaldi, es innegable que para escribir sobre Buenos Aires no le queda otra alternativa que remitirse al tango. Ya sean discos o cassetes –que todavía los tiene– se da unas palizas bárbaras, preferentemente de temas instrumentales que le permiten dejar volar libremente su imaginación; pero cuando el medio elegido es la radio, no puede evitar que diversas letras lo lleven por el camino del éxtasis o, por el contrario, lo suman en un mar de dudas sobre qué quiso decir el poeta o, directamente, cómo pudo escribir semejante disparate. No pretende el cronista enmendarle la plana al distinguido bardo y amigo Fernando Sánchez Zinny, cuya erudición –tanto académica como rea– le permitió desbrozar la poética tanguera –en sus pros y sus contras– en Asedio a la poesía de las letras de tango. Tampoco ignora que una cosa es un poeta y otra un letrista; si se dan ambas condiciones, bienvenido sea, pues esos privilegiados han dado las mejores páginas de la cancionística popular, pero la diferencia existe y como muestra quizá baste un botón: hay un tema eterno, constantemente explotado por las radio y telenovelas, que es el de la diferencia social entre los enamorados, por lo que la tragedia de Romeo y Julieta se ha transformado en Rolando Rivas, taxista. Así, un tango y un vals, ambos muy conocidos, toman la temática con resultados dispares. El primero es La brisa, compuesto por Juan Andrés Caruso en 1929, que en su estribillo reza: “Mas no éramos iguales /y eso nos separaba,/ un mundo de distancia/ había entre los dos./ Tú eras de familia/ muy rica y distinguida,/ yo, en cambio, solamente/ era un trabajador.” Hasta ahí, todo bien, pero a continuación el autor desbarra, con plurales dignos de don Hipólito Yrigoyen, en una enumeración que denota por sus características oratorias sus simpatías por el anarquismo: “Vivías entre el lujo,/ en un regio palacio,/ ningún amor sincero/ podías tú sentir./ Tus autos y lacayos,/ tu oro y pedrería,/ tus sedas, tus encajes/ te alejaron de mí”. Véase en cambio cómo, salvando el contexto de época y de gustos populares, un poeta pudo condensar en sólo seis líneas el mismo desencuentro: “Pudo el amor ser un nudo/ mas dudo que pudo/ luchando vencer... / Una casa era pobre, otra rica... / Fácilmente se explica/ que no pudo ser”. Esto escribió Homero Expósito en Absurdo.
el amor ser un nudo/ mas dudo que pudo/ luchando vencer... / Una casa era pobre, otra rica... / Fácilmente se explica/ que no pudo ser”. Esto escribió Homero Expósito en Absurdo.
Ya ha dicho el cronista que no pretende hacerse el académico, no tiene con qué entrar en análisis morfológicos y sintácticos y menos aún dictaminar sobre mala o buena poética. Pero igualmente hay cuestiones que lo intrigan: ¿por qué el barrio o sus elementos constitutivos siempre son “viejos”, o “antiguos”? Lo podría entender en un autor contemporáneo, –que por desgracia, los hay muy pocos–, pero en algunos clásicos lo desorienta. Se podrá decir que es un recurso retórico o poético pero, ¿cómo puede hablar Francisco García Giménez, en el hermoso Barrio pobre, de “este barrio que es reliquia del pasado” si lo escribió en 1926, cuando la mayor parte de nuestros actuales barrios no llegaban al medio siglo? Lo puede aceptar en la milonga Viejo barrio del 80, de Héctor Pedro Blomberg –el de La pulpera de Santa Lucía y tantas otras piezas evocativas–, porque se está refiriendo a San Telmo, que tiene suficientes pergaminos de antigüedad ya que existía desde mucho antes de su erección como curato en 1806. Podría aceptarlo respecto de Monserrat o San Nicolás, nuestros barrios primigenios, y hasta de Balvanera..., pero el resto de los barrios porteños fueron naciendo después de 1871, cuando la movilidad barata del tranvía permitió a los trabajadores inmigrantes levantar su casita lejos del lugar de trabajo, en alguno de los innumerables lotes con que los antiguos propietarios de chacras y quintas dividieron su herencia, acabaron con rencillas familiares y, de paso, se alzaron con unos buenos morlacos. Lo mismo podría decirse de Madreselva, donde si bien Luis César Amadori no menciona directamente al barrio lo califica desde el comienzo: “Vieja pared del arrabal...”; si la pared es vieja, ¡cómo será el barrio! Por contraposición, Guillermo Barbieri (padre) y Eugenio Cárdenas titulan un tema Barrio viejo donde si bien no lo adjetivan en la letra, ya comienza mal: “Calles donde mi lindo barrio se alzó, calles que guardan mis recuerdos de ayer...”. ¿Cómo se alzó? ¿Está o no está el barrio en su lugar? Quizás el enigma y el intríngulis del cronista tengan un comienzo de resolución en la segunda parte, cuando dice: “Barrio que nunca te he podido olvidar/ aunque mi ausencia mucho tiempo duró./ Barrio, rincón de mi alegría,/ vengo a buscar la gloria/ de mis lejanos días...”. ¡Ah, ahí estaba la cosa! Es siempre el motivo del buen y viejo poeta latino Horacio: ubi sunt. Es decir, ¿dónde estarán?, ¿dónde se han ido?, ¿qué fue de mi juventud?, “¿dónde estará mi arrabal/ quién se robó mi niñez?”, es la elegía que tan bien supo manejar Homero Manzi. No es que el barrio sea realmente viejo, sino que nos remonta a nuestra infancia, a nuestra primera juventud, a un tiempo donde no existía el dolor. Por otro lado, dentro del universo del tango y encarnado en muchas de sus letras aparece también el barrio como espacio mítico idealizado, reivindicado como una especie de “Arcadia” suburbana frente a las “luces malas del Centro”: “Por estas calles iba en pálidas auroras/ con paso firme a la jornada de labor;/ cordial y simple era la ronda de mis horas: amor de madre, amor de novia... ¡siempre amor!”, insiste García Giménez. Y seguramente esta oposición refleja una realidad del nacimiento de nuestros barrios, de nuestros arrabales: la vieja sociedad criolla, semirrural y muy vinculada a los oficios ecuestres se iba retirando cada vez más hacia el interior, empujada por nuevos oficios y costumbres, por las oleadas inmigratorias, y el viejo cuarteador terminaba trabajando de tipógrafo, como es el caso de Angel Villoldo. Así pues, como “a nuestro parecer cualquiera tiempo pasado fue mejor” –según dijo el viejo poeta– todo lo de antaño fue bueno y noble... Hasta el propio cronista se ha sorprendido a sí mismo repitiendo el sonsonete que, seguramente, ya conocían los faraones egipcios: “Habrase visto..., esto en mis tiempos no pasaba...”.
Y bueno, cuando el cronista se pone a divagar... Otro tema que le preocupa es la aparente sinonimia de “barrio” y “arrabal”, buenas y viejas palabras árabes surgidas al filo del primer milenio. Aparente porque si bien su origen es similar, designando a las poblaciones que surgían fuera de las murallas de las ciudades, no siempre fueron utilizadas con el mismo sentido. Si decíamos que la carga semántica de “barrio” remite a lo bueno y puro, “arrabal” sufre una carga peyorativa que fue muy utilizada tanto en el tango como en obras literarias. Sin ir más lejos, el católico y aristocratizante Manuel Gálvez no tituló a una de sus mejores novelas naturalistas: Nacha Regules, ambientada en La Boca, como “Historia de barrio”, sino “Historia de arrabal”.  Sin embargo, permítase al cronista citar la mejor definición del barrio que conoce, debida a Aníbal Troilo: “Mi barrio era así, así, así. Es decir, ¿qué se yo si era así? ¡Pero yo me lo acuerdo así!”.
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Imagen: La calle Defensa a la altura de la avenida Caseros  (Foto: conexionbrando.com).
Nota tomada del periódico Desde Boedo.