30 mar 2012

De la vereda al mouse: la evolución de los juegos


(De Isabel Bláser)

Generalmente dicen que todo tiempo pasado fue mejor. A grandes rasgos, no creo que así sea, pero en el caso de los juegos infantiles le pongo una “ficha” al pasado y aquí expongo mis argumentos.
La vereda era nuestro gran patio, donde no sólo nos encontrábamos en un punto fijo de la calle sino donde los que tenían bicicleta (hace 50 años era un lujo para la mayoría) daban la vuelta a la manzana saludando rigurosamente a los vecinos que estaban charlando en la puerta de sus casas (porque si no lo hacíamos recibíamos el reto de nuestra mamá cuando ellos le comentaban nuestro descuido) y al terminar la vuelta se la prestaban al amiguito o lo subían en el volante o en la “parrillita” de atrás y salían juntos a recorrer las cuatro cuadras “sin bajar a la calle” –como la mamá les había indicado–, cosa que se cumplía a rajatabla salvo muy contadas excepciones a las que no se las veía por el barrio por un tiempo debido a la respectiva penitencia.
Algunos nos hacíamos dueños de un pedazo de esa vereda, dibujando –con una tiza– una rayuela  en sus baldosas y saltábamos durante toda la tarde en uno y dos pies demostrando nuestro virtuosismo corporal. Cuando nos aburríamos recurríamos a la soga y nos “peleábamos” para sostener cada punta de ella y dirigir la velocidad del giro, tratando de sorprender al saltarín o los saltarines de turno porque, a veces, se ponían dos o tres al mismo tiempo y era difícil que todos coordinaran sin que se les enrede en los pantalones o en los zapatos.
Mientras pasaba alguno “volando” en su bici, las nenas nos poníamos paradas paralelas al cordón de la vereda, enfrentadas, con las piernas abiertas sosteniendo un elástico –primero desde los talones y luego, si la destreza del acróbata lo permitía, hasta las rodillas–.
Claro que los varones no se “prendían” en esos juegos y traían en sus bolsillos las bolitas y los bolones de colores tornasolados que, con el dedo gordo sostenido por el índice, hacían rodar para arrimarlos o para la carambola en el zaguán o en las veredas más gastadas porque el piso era liso. Los cuidaban como oro en polvo y a veces canjeaban sin muchas ganas 6 bolitas por 1 bolón preferido. También cargaban con los autitos de plástico rellenos de masilla para que, con ese peso, en la carrera no “volcaran”; o las figuritas de cartón con forma de circunferencia que deslizaban por la pared –extendiendo el brazo lo más que podían, por sobre la cabeza– y la que caía parada, ganaba. Los que eran más inquietos corrían por toda la manzana jugando al policía y ladrón o a los cowboy, donde el “pum… pum… pum” de los “disparos” sonaban desde atrás de los troncos de los árboles o del buzón rojo para las cartas.
El vecindario estaba al tanto de nuestras correrías y nosotros no sentíamos miedo de nada ni de nadie porque todos nos protegían de una manera u otra, a través de la mirilla de la ventana o nos miraba la vecina que barría la vereda o el policía de la esquina que estaba atento a todo.
Los días lluviosos teníamos prohibido mojarnos por el supuesto resfrío que se avecinaría, entonces tomábamos por asalto la mesa del living o la de la cocina, cubríamos sus patas con sábanas o frazadas (dependiendo de la época del año) y se transformaba en nuestra casita, donde pasábamos las tardes encerrados inventando historias, leyendo revistas de historietas o, simplemente, charlando.
Cuando tuve a mis hijos la vereda ya le pertenecía a los transeúntes porque todo se hacía “puertas adentro”, lo que provocó que los chicos no pudieran corretear libremente y el lugar del encuentro para los juegos era la casa, generalmente pequeños departamentos, que conllevaba a que el entretenimiento se concentrara más en el juguete. Allí armaban ciudades para los playmobil y cuando terminaban de armarlas se aburrían y como no sabían qué hacer las desarmaban. Aprovechaban una distracción nuestra para saltar sobre el colchón de la cama grande para sacarse toda la energía acumulada y cuando se quedaban sin ella miraban películas como la de Ali Baba y los 40 ladrones o escuchaban música de las películas infantiles. Siempre había a mano un trencito eléctrico o a pilas presto para verlo recorrer el piso de un lado al otro repleto de animalitos de granja, y la pelota infaltable caía en la red de básquet en miniatura  o golpeaba en el techo o las paredes ante el horror nuestro –porque inmediatamente hacíamos cálculos mentales para saber cuánto nos saldría la pintura del cuarto–. Las nenas –entre las cuatro paredes– se las ingeniaban para armar coreografías de gimnasia o jugar al gallito ciego con almohadones, leían cuentos o inventaban historias con los pin y pon, los pequeños pony o con las barbies.
Ahora veo a mi nieto Gaspar de 3 años, andando en triciclo en el pasillo de su casa de departamentos o tratando de trepar a la silla de la computadora para agarrar el mouse para hacer clic sobre el programa de dibujitos que quiere ver, y cuando vamos a la plaza es imprescindible que lo haga del lado de la pared, porque los colectivos pasan “raspando”.
Nuestro mundo era –como mínimo– las cuatro cuadras de la manzana donde vivíamos. Ahora se fue reduciendo hasta los 30cm de la pantalla de la computadora. Nada es mejor o peor, pero convengamos que es muy diferente.
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Imagen:Niñas saltando a la soga (Dibujo tomado de portalescuela.blogspot.com)
Texto tomado de El sol de San Telmo.