12 feb 2012

Barrios que fueron quedando en el camino



(De Fernando Sánchez Zinny)

Uno de los efectos secundarios y seguramente plausibles de la división en barrios de la ciudad de Buenos Aires implantada hará unos treintaitantos años  por el intendente Saturnino Montero Ruiz, ha sido el de recuperar y fijar denominaciones en desuso, que un poco se recordaban y sobre las que pesaba  amenaza de extinción definitiva. Al margen de lo controvertible y artificioso de una disposición que determina límites para algo –el barrio–  que sólo tiene foco, iniciativa cuyo más extravagante resultado fue el de que, por fuerza, en los deslindes unas veredas pertenezcan a un barrio y las enfrentadas a otro, es verdad, asimismo,  que ella dio nueva vida a multitud de nombres que algo significaron en su momento y que se aprontaban para zozobrar sin dejar rastros. Y preservar la memoria es siempre un hecho digno de aprecio si lo que está en juego es la tradición de una comunidad.
En función de esa medida se desempolvaron nombres que entrañaban venerables arcaísmos del tipo de Balvanera –¡el peludo Yrigoyen había sido comisario de Balvanera en épocas, relativamente hablando, anteriores al diluvio!– o Monserrat, o Monte Castro, y se les puso al lado otros arcaísmos falsos, como San Nicolás, todo esto acompañado por una barahúnda de arbitrariedades delimitativas. Convengamos, empero, que no todos fueron dislates y que, lo más importante, tal empeño administrativo-voluntarista sirvió, tangencialmente, para dar impulso a un neopatriotismo “de esquina” que –no obstante su obvia ilegitimidad de base– viene actuando con eficacia en cuanto a promover la aparición de muestras de acendrado y reminiscente localismo, generalmente positivas y bien inspiradas.
Por supuesto, aparte de eso, lo canónico insiste en decir “vivo en el Once”, o en Tribunales, o en Congreso, o en Abasto, pero campea en ello, simplemente, la comodidad expresiva, contra la que nada se puede, y, aun con esta salvedad, hay un caso –que es el de mi barrio– en el que el ordenancismo municipal acertó. “Vivo en Parque Patricios” era, al respecto, la descripción adecuada aunque no demasiado exacta, porque nadie –a no ser un tristísimo desvalido– vive en el parque mismo sino en sus proximidades; sin embargo, el nombre viejo del barrio, que era Corrales, apenas si se usaba y sólo se lo escuchaba, a  las cansadas, de labios de algún anciano, pese a que la característica telefónica “91” correspondía a la central Corrales y el cuartel de Bomberos era, aún a los efectos oficiales, el “Cuartel Corrales”. El jefe comunal procedió en este caso con notable e infrecuente realismo: no ya adoptó el nombre por todos utilizado, sino que incluso lo hizo con la abreviación popular incluida, eludiendo lo aparatoso de “Parque de los Patricios”, designación formal del epónimo espacio verde.
Con esa decisión, Corrales se convirtió, pues, en uno más de los tantos  ejemplos de lo que caduca, de lo que la historia desecha. Fue un barrio clásico de Buenos Aires por lo menos hasta 1920 y luego empezó a diluirse. No tuvo suerte y suponemos que todo intento de explicación acerca de este fenómeno pecaría de ocioso, sin perjuicio de que más abajo nos embarquemos en algo por el estilo. Sucede, no más, que los nombres, igual que con todas las cosas, se gastan y un buen día son suplantados casi sin apenas que uno se dé cuenta, como cuando los aeroplanos pasan a ser aviones, y la gente no calza ya botines sino zapatos.
Pero no hablemos –a propósito de los barrios porteños– de aquello que los años consumió y que sólo subsiste en las anotaciones de historiadores e historiógrafos: Catedral al Sur, Catedral al Norte, El Alto, Miserere, la Convalecencia, Lorea, Barrio del Tambor o del Mondongo, ni tampoco de las somnolientas persistencias de un vetusto bajo fondo denotadas por la Tierra del Fuego o el Barrio de las Ranas… Vengamos a lo más cercano, a lo que hemos conocido de visu, o ahí no más, por datos recibidos de personas que hemos llegado a tratar. Hace años que no escucho “vivo en El Socorro”, en la Concepción, o en La Piedad y ya no volveré a toparme con esa expresión. Villa Alvear se hallaba a lo largo de Córdoba arriba, más allá del Maldonado, en cambio Villa Malcolm se alineaba hacia el lado céntrico de ese curso de agua. Villa Santa Rosa coincidía, poco más o menos, con el núcleo de lo que hemos venido a llamar “Palermo Viejo”. “La Siberia” era la designación habitual de los aledaños situados en proximidades de la avenida Constituyentes en su recorrido hacia la provincia, apelativo que comenzó a decaer cuando se inauguró la General Paz, en 1941.
Del todo, pero del todo, se halla olvidado el que entre 1920 y 1940 se conoció como “Barrio Clínicas” al sector delimitado, con ciertos recortes, por Callao, Córdoba (o Sarmiento), Pueyrredón y Santa Fe, caracterizado por la numerosa y recalcitrante estudiantina, y que llegó hasta a generar una “República de Clínicas”, afín a la de La Boca y de la que fue presidente el famoso doctor José Arce.    
Hay casos particulares en que una institución conserva el nombre de otros tiempos y eso lo mantiene en vigencia, según ilustra los casos futboleros de Vélez Sarsfield y Nueva Chicago, el primero por la designación que tuvo la población nacida en torno a la estación Floresta, y el segundo por la Villa Nueva Chicago, primitiva designación puesta por los rematadores a la zona  de Mataderos, debido a la afinidad en faenamiento de reses entre esa barriada y la urbe establecida junto al lago Michigan. Nueva Pompeya (“Pompeya”, en realidad) toma ese nombre en las primeras décadas del siglo pasado, en reemplazo no del anterior formal, que era El Bañado –todavía hoy la principal entidad cultural de la zona se llama Asociación El Bañado–, ya para entonces medio mandado a guardar, sino de Puente Alsina, que no únicamente se refería a éste sino que englobaba a todo el caserío cercano; así, si el “Tigre” Millán fue muerto en “Puente Alsina” no debe entenderse que el homicidio se produjo sobre la estructura tendida para cruzar el Riachuelo sino en las inmediaciones, del lado capitalino, pues en la ribera opuesta el paraje se llamaba y llama Valentín Alsina. Exactamente reitera hoy ese tipo de designación ampliada Puente Saavedra, igualmente válido para medio centenar de manzanas ubicadas “de este lado” del puente, a las que complementa Aristóbulo del Valle en la jurisdicción provincial.
Perceptiblemente hay en la ciudad denominaciones que están en franco proceso de decaimiento, que a todas luces apenas si siguen usando para definir lugares, aunque aun todos los conocemos; el más notorio de las cuales es, sin duda, Pacífico, cuyo ocaso redunda, asimismo, en creciente imprecisión, pues de modo promiscuo se llama así a un lado y al otro de la vía, cuando en rigor en ésta era donde finalizaba su pertinencia: junto a los rieles del Ferrocarril Buenos Aires al Pacífico corría –y todavía corre, aunque no lo veamos– el Maldonado y con este nombre era conocida toda la extensión que va hasta Dorrego y, por lo menos Paraguay, diferencia testimonial de una temprana  ampliación del área metropolitana, que al principio concluía en ese arroyo y luego abarcó hasta lo que en aquel tiempo era un solitario camino rural que a ratos se hacía callejón entre quintas. Aun hoy el nombre genérico de los cuarteles allí ubicados y que se prolongan en dirección a Belgrano, es el de “cuarteles de Maldonado”.
Sería interesante saber hasta qué punto la ocurrencia formalista de Montero Ruiz afectará en lo porvenir la subsistencia de las denominaciones que consagró. En lo personal se me hace muy cuesta arriba suponer que en casos como Villa Santa Rita, Villa Mitre o Villa Riachuelo, el asunto vaya a funcionar, pero es indiscutible que ha fraguado en otras partes; se habla en serio de Balvanera, de Monte Castro, de Monserrat, y hasta prospera la admisión de límites absurdos: no hace mucho alguien me invitó a ir a la librería Clásica y Moderna (Callao entre Córdoba y Paraguay), “en la Recoleta”, dijo. Pero la más fulgurante pegada del sistema está representada por el reconstituido San Telmo, aproximadamente extinto hace unos ochenta años y que hace unos cuarenta resucitó en calidad de Golem del arquitecto José María Peña, al que pronto dieron respaldo el turismo y la bohemia de nuevo cuño. Hoy día pareciera que San Telmo es el barrio por excelencia, lo que en sí es bastante abusivo aunque simpático, pero que a la vez exhibe, a las claras, la eficacia de las medidas administrativas (diversas) adoptadas a su respecto. No obstante habría cierta injusticia en atribuirle todo el mérito al mencionado intendente. Antes de él, como vimos, estuvo Peña; y aún antes, durante el “año del Sesquicentenario” (1960), el entonces ministro del Interior, Alfredo Roque Vítolo –porque sí, pues no se descubre razón aparente, ya que ni siquiera era porteño–, impulsó una destacada serie de publicaciones sobre la historia de la ciudad, de la que en buena medida deriva esa moda de retorno a lo antiguo, o a lo particular.      
Inversamente, asimismo merece atención elucidar la causa de tantas defunciones en la nomenclatura urbana, por supuesto sin prescindir del hecho de que el tiempo, como tal, no es sino cambio y muerte constante. Pero, con los pies más en la tierra, es patente que ningún intelecto mediano se contentará con retórica tan vagarosa y pugnará por hallar motivos más concretos, siquiera título de hipótesis. Veamos: algunos nombres suponían, de antemano, consideraciones despectivas, como “La Siberia” o “El Bañado”; otros arrastraban mala fama por el ambiente que se les atribuía, como Puente Alsina y Corrales. Chicago, en fin –y esto sea dicho con perdón de los norteamericanos–, dista de ser eufónico, si bien a “Mataderos” también le caben objeciones. Es probable, pues, que los propios vecinos tendiesen a eludirlos hasta que un día los olvidaron. En otros casos debe haber influido el afán de lucro de las inmobiliarias, tercas en extender indefinidamente la denominación de los barrios prestigiosos con el fin de valorizar las propiedades. Palermo –el barrio, no el bosque– no era sino el tramo entre Billinghurst o Bustamante, y Pacífico, más algunas cuadras arriba de Santa Fe; con el paso del tiempo se ha extendido como una inexorable mancha de humedad. ¿Por qué no creer que, con parecido fundamento, “Clínicas” pasó a ser primero “Barrio Norte”  para llegar ahora a integrar no sé qué, creo que la Recoleta?  
Advirtamos que en ocasiones el término barrio no describía sino un tipo de urbanización, sin una consecuente identidad en correspondencia social, aunque luego, paulatinamente, éstas fueran surgiendo en mayor o menor grado: así fue en los llamados barrios Varela, Cafferata e Inglés, de Barracas, y también en Parque Chas y Palermo Chico; a éste en origen se lo conoció como “Barrio Parque” o –lo que es sumamente ignorado al presente– “Bosque Alegre”, coincidencia totalmente fortuita, por la época, con Hollywood, que viene a significar lo mismo. Y nos quedan algunos pocos más que sólo sobreviven en la empecinada melancolía que a veces suscita el tango: la voz querendona de Angelito Vargas insiste en recordárnoslos: “Yo soy del barrio de Tres Esquinas, / viejo baluarte del arrabal…”, sitio hoy perdido entre Barracas y La Boca; cerca de las sudorosas tareas de estiba. En el siguiente tema el cantor se jacta: “Me llaman / el picaflor del Norte…”, y ahí uno debe imaginar unas Cinco Esquinas muy distintas, con conventillos y organilleros, ultimo confín del barrio del Socorro, más allá del cual arrancaba la calle larga de la Recoleta.
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Imagen: Escudo de la ciudad de Buenos Aires (1997).