4 ago 2011

Dos en yunta


(De Leonardo Busquet)

Julián no era Julián, ni Centeya, ni tan gris. Era Amleto Enrique Vergiati y tenía sólo un año cuando llegó de Parma, la Italia natal. Su padre, periodista y militante anarquista, escapó, perseguido por sus ideas “disolventes”. Primero recalaron en Córdoba y definitivamente en Parque de los Patricios. El sur. Aunque el afligido cuore de Julián, al que por sus zonas del alma, melancólicas y taciturnas, le llamaron El Hombre Gris de Bs.As.,  instaló su orgullosa porteñidad en Boedo. Sus dos programas de radio le definieron ese espíritu ceniciento: “En una esquina cualquiera” y más tarde “Desde una esquina sin tiempo”. El tiempo. No es otra cosa que un capricho de la vida tendido en los adoquines de la asimetría porteña, en cruces de geografías diversas que ni la deslucida memoria alcanza a comprender. Hizo yunta con otro inmigrado, el judío ucraniano Israel Zeitlin, también poeta devenido porteño de ley en César Tiempo. El tiempo... el tiempo. Y ese espíritu de humedad y baldosas flojas que se funde en la ilusión de los que vienen desde afuera con una esperanza por todo equipaje. Es que la porteñidad es un crisol colmado de nostalgias extrañadas.
En 1971 Julián escribió su única novela, El vaciadero, sobre los “quemeros”, los hombres, mujeres y niños marginados de su barrio, los arrojados a la pobreza de “la quema”, donde se incineraba la basura y también las ilusiones de los desheredados. Julián Centeya sostenía que el escritor debía estar comprometido profundamente con lo que escribía, y decía: para escribir hay que vivirla; si no, nos acunamos en el camelo literario. Y eso lo debe haber mamado de su viejo, aquel anarco, el de las ideas disolventes.

Este otro, el Gordo, era de aquí, bien de aquí; aunque, como casi todos, el origen fue de allá bien de allá. Y así lo revelaba su nombre completo: Aníbal Carmelo Troilo Bagnolo. Su padre, guitarrero y cantor, lo bautizaría Pichuco, cuando intentaba acunar el llanto del regordete. Dicen que en el litoral, Pichuco, significa “negrito” o que viene del guaraní “pichi”, “pequeño”. Como sea, así empezó la cosa. En su infancia de barrio se embriagó de bandoneones tanto como de pelotas de fútbol. Dicen que al gordito le gustaban la gambeta y los pases cortos. No muy lejos del Boedo de Julián, en el Abasto. Pichuco se cargó de dolor cuando su viejo lo dejó. Que picardía. Si tenía apenas 8 años. Y fue mamá Felisa que le dio la alegría del primer bandoneón: 10 pesos por mes en 14 cuotas. 
Dicen que a la difícil técnica del instrumento, también venido de afuera, Pichuco le metió sentimiento y un dejo de tristeza: Qué me va a asustar la tristeza, si andamos juntos desde pibe, decía el Gordo. 
Largado a la música aparece la galería de notables: Pugliese, Gobbi, Maglio (Pacho), de Caro, D’Arienzo, D’Agostino, Cobián y más tarde Salgán y Piazzolla. Y sus poetas entrañables: Manzi, Discepolín, Cátulo, Barquina, Julián y entre tanta caricia de la vida, su amada Zita. El traspirado debut oficial se registra en el desaparecido Café Ferraro de Pueyrredón y Córdoba: “Yo tenía 13 años y los bolsillos llenos de miedo”, recordaría con los años. Pero antes hubo otro debut, menos estridente. Fue en otro café: el Petit Colón de su profundo Abasto en 1926. Y después lo que se sabe: el Bandoneón Mayor de Bs. As. y todas las voces: el Polaco, Rivero, Marino, Floreal, el otro gordo, Fiorentino; Rufino, Elba Verón y Nelly Vázquez, las guitarras de Grela y de De Lío y Garello, Berlinghieri, Colángelo. Los cabarets y el mítico Caño 14 con Rubén Juárez y las presentaciones del maestro Armando Rolón. Sí, todos. Todos fueron arrullados por la calidez del Gordo que te enseñaba con la caricia levemente acotada por una presunta severidad. Hace 36 años que Troilo no se fue. Tampoco Julián. Qué se van a ir ¿adónde? Qué mejor que estas locas esquinas nuestras para verlos llegar... si siempre anduvieron en yunta..., y a veces en yanta.
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Foto: Julián Centeya y Aníbal Troilo.
Nota tomada del periódico Desde Boedo, julio 2011.