14 jun 2011

Roberto Mariani


(De César Tiempo)

“Nací hace tiempo. Tuve mis cuatro alegrías y mis ocho dolores, como estaba escrito. Fui extranjero en todas partes y bebí la sal de todos los vientos. Se ensangrentaron mis puños golpeando portales que no se abrían, y mi voz se rompió con el último alarido. Y, entonces, como en la vieja fábula del zorro y las uvas, dije que nada valía nada porque nada había conseguido apresar. Estoy, pues, como antes de soñar: sin nada. O peor, porque ya ni sueños tengo.
¡Los tendría! He entrado en el período en que uno ríe con sorna de toda ingenuidad y en que se precave contra el autoengrupimiento. Y voy más lejos todavía: tengo vergüenza de mí mismo. No cumplo ninguna misión en la tierra, como no sea la de constituir un inútil peso sobre ella. Pero me consuela pensar que acaso Dios en sus inescrutables designios me reserve algo grande que no adivino qué puede ser. Me gustaría explotase la R. S. y representar en ella algún rol. Muy serenamente acumularía sobre mí la responsabilidad histórica y moral de un terror que diera en la canasta con la cabeza del 99 por ciento de mis semejantes.
“Aunque ¿vale la pena esta mezquina humanidad de pícaros, farsantes ladrones, aventureros y asesinos que uno se tome ese trabajo y esa responsabilidad?
“Un día pensé realizar un acto que explicara la idea grotesca y ridícula que tengo de la vida y sus animales: encerrarme en el w.c. y ahorcarme con los tiradores.
“No lo hice, y es porque yo también soy cobarde y sensual. Soy, pues, como todos. La cobardía por una  parte y por la otra la sospecha de algún goce todavía por apurar, impidiéndome despedirme de la gente con una última postura de payaso trágico y obsceno”.
Con estas palabras iniciaba Roberto Mariani un conato de autobiografía destinada a los lectores de una exposición de cuentistas argentinos organizada por Miranda Klix allá por el año 1929. ¿Quién puede decir si la hubiera suscrito con la misma exaltación, o con la misma sonrisa –irónica y melancólica– en 1957?
Roberto Mariani no perteneció nunca a esa especie que se conoce con el nombre de luchador, suerte de arribistas nietzcheanos que llegan a la literatura después de haberse entrenados en los picaderos nihilistas, y que aspiran, hartos de sufrir desdenes y ayunos, más que la gloria artística, a su parte material en el convite. Ni desesperada voluntad de imponerse ni hosquedad zahareña frente a los que se han impuesto, ni simpatía literaria ni personal por esa inferhumanidad que ha reemplazado la dialéctica por la balística y que no es precisamente un paradigma de la lucha de clases, caracterizaban la posición espiritual de este escritor que había tomado partido, pero no admitía directivas, así como no supo nunca buscar el clima favorable en que pudiera frutecer el éxito. Si algo rechazaba con todas sus fuerzas era el oportunismo, la hipocresía, el sometimiento, ese afán de no pocos hombres de letras de suplantar con su ambición al destino, como si el mundo de las ideas y el sueño de la obra estuviesen condicionados al sempiterno juego de las causas segundas.
Mariani fue siempre un apasionado que tuvo el pudor de su tremenda ternura de hombre. Fue un artista que tuvo el pudor de su tremenda capacidad de expresión.
El título de uno de sus últimos libros lo define: En la penumbra. En esa sombra pálida entre la luz y la oscuridad, que no deja percibir dónde empieza la una y acaba la otra, es donde prefirió estar siempre. Y, a pesar de la estridencia de su borrador autobiográfico, donde se sentía mejor era en la soledad y el silencio, y en esa media luz que no daña los ojos e impide verse a sí mismo en los espejos de la vanidad.
Lo conocí cuando acababa de publicar Cuentos de la oficina, el libro que le valió el espaldarazo de Payró y una notoriedad ancha y súbita. Ya entonces parecía uno de esos personajes de Huysmans condenado al celibato y la pobreza, resignado a limpiar siempre su vaso cuando tiene sed y a combatir el frío caminando y blasfemando a través de una habitación nada hospitalaria. Ya entonces tenía ese modo tan singularmente suyo de vocalizar acentuando las sílabas con una especie de voluptuosidad agresiva. Y de reírse con una risa líquida y breve que lo hacía enrojecer como si estuviese al borde de la apoplejía. Reía poco en realidad, y prefería escuchar y callar, pero celebraba de corazón las ocurrencias de sus camaradas, sobre quienes imponía en todo momento una autoridad que nacía, no de sus años, pues ahora advierto que era un muchacho, sino de la seriedad esencial de su inteligencia, de su horror a la ambigüedad y el filisteísmo, de su amor inquebrantable por la verdad, por su verdad. Fue el único escritor de su promoción que pudo escribir indistintamente en Claridad y en Martín Fierro y al que los integrantes de este último grupo, en plenas beligerancia polémica, respetaban como a ningún otro.
Como Daudet, como los Goncourt, como Cambaceres, no tenía Mariani temperamento creador. No creo que haya inventado una sola de sus historias. La realidad ambiente le brindó tema para cada uno de sus libros. Una larga permanencia en Mendoza le permitió escribir Las acequias. Su grumetaje a bordo de una institución bancaria le dio los tipos y los episodios de Cuentos de la oficina. Su desdichada experiencia sentimental le dictó las páginas de El amor agresivo. El canditado pinta literalmente a un conocido caudillo político que fue su cuñado. Su último libro es el dietario de su crisis religiosa.
Tenía Mariani la objetividad irónica de Chéjov y frente a la vida sabía conducirse como un hombre que observa su espectáculo sublimado por el instinto de una gran bondad que no excluía la capacidad de discernimiento y de crítica. Su ausencia de fuego inventivo no resta calidad a una obra que se apoya en la realidad y de la realidad extrae los cuadros que pasan inadvertidos para el observador vulgar. Su técnica era precisa y segura, y aun lector encarnizado y celoso de Dostoievski y Proust, siempre supo ser él mismo, desnudándose en la profunda piedad con que trataba a sus criaturas atormentadas y desamparadas.
Pudo ser el primero de su generación, no le faltaron talento y personalidad para ello, pero retraído y áspero, prefirió permanecer en la penumbra, trabajando calladamente, mientras otros, más ávidos, usurpaban su lugar, distraían la atención de la crítica sobre una labor que al lado de la suya no tenía derecho a ninguna consideración. Si existe una justicia, esa justicia revisará la ligereza de un veredicto que no concedió a Mariani el lugar que le corresponde.
Por de pronto, en la casa donde nació, en la Boca, una placa señala dicha circunstancia, todo un acontecimiento en un país que desdeña oficialmente a sus escritores. Y una editorial acaba de realizar la proeza de reeditar sus Cuentos de la oficina, prologado por Luis Emilio Soto que participó en las escaramuzas iniciales de Boedo contra Florida.
Solía vérsele con frecuencia en las ruedas del “Tortoni”, junto a pintores y escritores, en la primera época de Claridad. José Sebastián Tallon, que le hizo varias caricaturas felicísimas, se divertía haciéndole estallar, al socaire de un juicio de valor que afectaba a un ausente. No se le podía hablar mal de Roberto Arlt, que llegaba siempre después de medianoche, con los zapatos embarrados y su eterna sonrisa sobradora, desde su aquelarre, ni admitía que se le confundiera con Mario Mariani que entonces estaba en auge. Era un camarada con un sentido dogmático de la amistad, un escritor informado y minucioso –fue el primero entre nosotros en difundir La trahison des clercs, allá por 1927 cuando recién lanzaba Grasset el libro en París–, y estaba al tanto de todos los movimientos literarios de vanguardia, que comentó y enjuició con acuidad y responsabilidad. Por ese entonces sostenía que no es una traición el realismo cuando éste no reniega del ideal, sino que lo descubre y reconoce en el seno mismo de la realidad. Aquí está Mariani de cuerpo entero, a ese Mariani a quien se llega cruzando varias capas difusas de socarrona hostilidad hasta dar con el hombre fundamentalmente bueno y adélfico que no toleró nunca la frivolidad y la ligereza. Fue de los pocos escritores que conocí a quien nunca preocupó el dilema entre la propia sinceridad y la probabilidad del premio. Existen obras que no nos satisfacen, y ahondan, sin embargo, nuestro fervor hacia el artista que las creó. Tal cosa ocurre con Mariani.
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Imagen: Una de las ediciones de Cuentos de la oficina.  
Este trabajo fue tomado de la revista Gaceta literaria (Nº 11, año II, noviembre de 1957).