6 may 2011

Agustín Riganelli


(De Alberto P. Cortazzo)

Es hijo auténtico de la barriada de Boedo. Nació el 19 de mayo de 1890 en San Cristóbal, calle Luca entre Cochabamba y Constitución. Obrero tallista, llegó a conquistar el más alto prestigio en el arte escultórico nacional, luego de larga lucha contra el infortunio. La zona que siguió su bohemia dura y sufrida, auscultó sus ensueños y lirismos. Las calles de allí se hicieron blandas para su paso vacilante de muchacho hurgador de horizontes.
Las luces de sus focos desdoblaron la angustia de sus tanteos, y la proyectaron, hecha sombra, sobre el empedrado de sus calzadas. Magro, reconcentrado en sus aspiraciones, mordido muchas veces por la incertidumbre, pero con la chispa del genio metida en el pliegue de su entrecejo, se confundió en los talleres con los eternos asalariados y se hizo noctámbulo de sus cafés.
Una feliz oportunidad le permitió ocupar, sin ningún desembolso, el primer piso de una casa ubicada en la calle Carlos Calvo al 3200, cuya planta baja había sido un corralón de depósito de alcoholes. Allí se entregó con verdadero afán a modelar barro y arcilla. Para usar ambos elementos de la escultura, Riganelli no tuvo nadie quien le enseñara, jamás. Los aprendió a manejar solo.
Los amigos acudimos a estrecharle la mano y a dejarle libros, recortes de diarios, revistas, que leía y repasaba con ansias. En esa casa vivió más de un año.
Cierta vez, un amigo tan pobre como él, debía realizar una exposición. Riganelli, con los postigos de las puertas de aquel enorme caserón, hizo los marcos para los cuadros. Y así siguió trazando a punta de fuego su derrotero. El hallazgo en los fondos de la casa de un casco con un producto químico que en ese entonces escaseaba por motivo de la Primera Guerra Mundial, le permitió solventar las necesidades de su hogar. Envasaba el producto en pequeños frascos y los colocaba en la farmacia vecina.
Cuando no conocía a nadie yo hice que José González Castillo, Fernán Félix de Amador y Edmundo Guibourg fueran los tres primeros que le dieran la verdadera sensación de un éxito ascendente y triunfal.
En una tarde que le notábamos en el rostro la angustia incontenible de la pena de no sobrevivir mucho, por causa de la enfermedad, evocando sus horas un tanto lejanas, su hogar de inmigrantes, las lecturas de Tolstoi, Eskin, Grave, Kropotkin, Balzac, Zola, el afán de tonificarse con las maravillas del arte griego, del gótico y del Renacimiento italiano, nos decía que si las estatuas de los maestros, héroes y estadistas son ubicadas en plazas donde a la gente le falta tiempo para acercarse y contemplarlas, el homenaje a los artistas –pintores, escultores, músicos, poetas, dramaturgos, actores, etc.– debe exteriorizarse en las propias veredas de las calles más importantes de una ciudad donde anda el pueblo, para sentir entre sus filas, tan de cerca, a los forjadores de su cultura. Así, casi sin detenerse, el viandante, llevado por el vértigo de la hora, podrá, sin embargo y aunque no se lo proponga, conocerlos, hasta identificarlos en la marcha y quizás ofrecerles el tributo de su emoción.
Y acaso como si me impusiera un severo mandato a cumplir sin reatos, acaso por la fraternal amistad desde la infancia, nos pedía que en todas partes yo dijera siempre de lo que fue su pobreza, que “para vivir y poder comprar los materiales para ser artista, vendía cebollas por las calles, en largas caminatas hasta la Boca y Barracas”. Y “sin duda alguna –continuaba– el hecho de haber sido vendedor ambulante y haberme privado a veces de lo más necesario me proporcionó la facultad de comprender mejor a los que sufren”.
El 5 de noviembre de 1949 se fue el revolucionario de un arte nuevo, creador único entre nosotros, valeroso y genial en el manejo del cincel y de la gubia.
Entre sus obras dejó para Boedo un gran recuerdo. Muy cerca, en la plazoleta de Chiclana y Deán Funes (1) está su estatua a Florencio Sánchez que es como el trasunto de su propia melancolía. Pero, quiso dejar otro gesto dignísimo. Dejó el busto de González Castillo pidiendo que se colocara en un lugar del barrio. Esa réplica está en mi poder, fue un regalo de Riganelli.
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(1) En la actualidad ese monumento se halla unos cientos cincuenta metros más hacia el este, en la plazoleta de  Chiclana y Pavón. (N. de la R.)

Imagen: Agustín Riganelli fotografiado junto a una de sus esculturas.
Texto tomado del libro colectivo de poemas y prosas Pasión de Boedo Aires; Ediciones Boedo XXI, Bs. As., 2000.