22 abr 2011

El hombre de la vaca


(De Fernando Sánchez Zinny)

Una leyenda que se ha ido perdiendo y que ya muy pocos conocen: “El hombre de la vaca” fue un escritor de cierto relieve, hijo y vecino de Buenos Aires, cuya existencia tuvo importancia en tiempos remotos, anteriores, por ejemplo, a la invención del bolígrafo.
No encuentro el libro de ese nombre –su obra arquetípica– entre el revoltijo de los míos, pero seguramente lo tengo. Entretanto acudo a Internet y hallo que la única mención que se hace de Omar Vignole es a propósito de lo que de él cuenta Pablo Neruda en Confieso que he vivido. La semblanza cordial y estrambótica que hace el poeta coincide, en grandes líneas, con lo que me ha llegado de leído o por tradición oral, menos en un punto menor: él lo da por agrónomo y yo tenía entendido que era veterinario, pero en todo lo demás acordamos. Era grandulón, usaba como bastón un grueso garrote, tenía carácter extrovertido y extravagante, era ampuloso, gritón y a menudo agresivo. Sus libros, a partir del nombrado, se llamaban todos por el estilo: “Como piensa la vaca”, “Mi amiga la vaca”, etcétera, y hacían referencia a que siempre lo acompañaba una vaca y con ella hacía sus presentaciones públicas. De pronto un camión se detenía en Perú y Avenida de Mayo y de él descendían el escritor y el rumiante, en medio de un alboroto y con intervención policial de por medio. Pero, aparte de hacerlo en las letras, Vignole se inmiscuyó clamorosamente en el catchascascán y enfrentó en el Luna Park a alguien que el autor de Residencia en la tierra identifica como “El estrangulador de Calcuta”, con traumáticos resultados para su humanidad.
Con particular regodeo Neruda narra el caso aquel del congreso internacional del Pen Club que se realizó en el Plaza Hotel de Buenos Aires, en 1936, y en cuyo recinto de deliberaciones irrumpió Vignole con su mugidora compañera, a despecho de prevenciones, consignas y guardias.
A todo esto: ¿quién era Vignole? En lo personal y en tanto no ubique  su libro, no retengo de él sino una colección de anécdotas de cuya veracidad no estoy seguro más que a medias. Supongo que tenía, más o menos, la edad de Jauretche –o sea que habría tenido los años del siglo– y sé que murió hacia 1960, cuando ya había caído completamente en el olvido. Por otra parte, y además de haber sido best seller por un tiempo, distaba de ser un escritor desdeñable aunque, sin duda, más se trataba de un periodista que de un literato. Porque más allá de su pathos vacuno, sus escritos solían tratar con solemne y apasionada tragicidad los grandes temas del nacionalismo, incluso con alardes filosóficos  y trascendentalistas estimables: corrían los años 30 y Vignole no estaba tan lejos ni de las ideas ni del estilo de José Luis Torres –“Hormiga Negra”, quien ulteriormente escribiría La década infame –  pero éste más bien se inclinaba a apoyarse conceptualmente en una suerte de radicalismo contestatario, en tanto que Vignole hablaba desde un semifascismo de cuño conservador, afín al protopopulismo de Manuel Fresco. De todas maneras, ambos se trataron y comprendieron: Vignole llegó a concurrir a reuniones forjistas, en una de las cuales, según es fama, apaleó malamente a Jauretche. Más tarde confluyó en el peronismo, pero ya su hora había pasado.
Claro que todo atisbo de algo posiblemente sesudo se opaca ante lo absurdo de los recuerdos que se le adhieren: según costumbre de aquella época daba conferencias pero no sin poner a su lado, en el escenario, a la vaca. Ésta había recibido un purgante y Vignole sabía advertir cuando estaba por hacerle efecto, de modo que en las inminencias levantaba la voz, se encrespaba, condenaba violentamente a alguien, y justo al lanzar el anatema definitivo, la medicación producía su grosero resultado. El orador se interrumpía, guardaba un instante de silencio y luego, sentenciosamente, anunciaba: “Nuestra amiga y maestra ha opinado”.
Su proximidad política con el gobernador Fresco, también le proporcionó alguna ocasión de originar escándalo. Vendía específicos veterinarios o agronómicos de esos que los municipios rurales suelen comprar; en tren de travesuras salió a buscar un homónimo Manuel Fresco –que resultó ser un almacenero de la calle Trelles– y lo instó a que enviase idénticos telegramas a todos los intendentes de la provincia en los que se recomendaba comprarle sus productos.
Y pasó lo que había imaginado: a alguno le llamó la atención la firma de Manuel Fresco sin ninguna referencia al hecho institucional de que era gobernador y en un telegrama sin ningún rastro de ser oficial. Consultó a La Plata y allí le dijeron que ningún telegrama semejante se había despachado, tras lo cual vino la investigación y la acusación contra el almacenero por usurpación de honores y atribuciones y tentativa de estafa: ese fue el momento de la gran batahola: ¿Qué atropello es éste de perseguir al ciudadano Manuel Fresco, honesto comerciante, sin más motivo de haberse dirigido a las autoridades y ni aun para peticionar nada, sino, simplemente para hacerles llegar una indicación que creyó oportuna? Vignole bramó en esa ocasión, enrostró y denostó a sus anchas a los tiranos, en medio del hazmerreír general.
Sus atronadores cargos los hacía a través de una publicación significativamente llamada El Tanque –era los días del esplendor “Panzer”– y el subtítulo dejaba bien establecido que nada se opondría a su paso. A la sazón había nerviosismos, en Europa se vivía la guerra y el director de la revista resolvió estar preparado para lo que fuese: dio entonces en andar siempre en pareja con su secretario de redacción, Juan Carlos Planes, también escritor de cierta nota, pero, contrariamente a su jefe, enjuto, elegante y con modales de persona respetable. La explicación de esa dualidad era que según el aspecto del adversario, o bien Vignole la emprendía con él a garrotazos, o bien Planes intercambiaba tarjetas para concertar un ulterior lance caballeresco.
Hasta que la vaca murió y Vignole entró en honda depresión. Decidió suicidarse pero el disparo dirigido al corazón estaba mal apuntado y sólo le bandeó la adiposa tetilla correspondiente a su enorme torso. Por supuesto, nadie tomó en serio esa presunta voluntad suya de autoeliminarse, sin perjuicio del asombro debido al extremo al que lo impulsaría el afán de notoriedad. Recompuesto su ánimo tras ese contraste, se estableció en el Delta donde abrió una escuela de sabiduría que no debe haber sido muy concurrida.
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Imagen: Publicación acerca de Omar Vignole.