23 sept 2010

Hernán Oliva, mágico y único



(De Rubén Derlis)

Creo que en 1985 contratamos durante un tiempo al eximio violinista de jazz -y también de tango por su personal manera de ejecutarlo- Hernán Oliva. Contratar no es la palabra exacta, por lo ampulosa y por lo poco que tiene de contractual en este caso, pues el músico no tenía una hora precisa para comenzar la actuación en el local. Según lo acordado, llegaría a poco de pasada la medianoche, después de haber trabajado en otros locales de San Telmo -"El Viejo Almacén", entre ellos-. El día en que debía tocar en "La Poesía" era el viernes. A veces también sabía caer a mediados de semana, sin que se lo hubiésemos pedido, finalizada ya su ronda de música nocturna, porque "me gusta el boliche y la atención de los clientes cuando toco", solía decir. Siempre aparecía silenciosa, respetuosamente, trayendo bajo el brazo su violín de modesta factura pero pletórico de personales acordes, y con su sempiterna en imbatible sed de güisqui.
Se ubicaba en una de las mesas del centro del salón y comenzaba a tocar cuando se le ocurría. Bastaba con que apoyara el arco sobre las cuerdas, que podían emitir un clamor o un quejido, y no hacía falta más para silenciar voces y murmullos: volaban ya los sonidos de su ángel.
De entrada no aceptaba pedidos de la concurrencia -en recogimiento, como en un templo laico- sino hasta no haber entregado lo que él tenía pensado, o sentido, para esa velada; recién después complacía solicitudes. Algunas veces los viernes, pero casi siempre los días de semana cuando el público merma y "estamos entre amigos", como decía también, solía entretejer zapadas con el piano de Dystor, y juntos se dejaban llevar por caminos de secretas armonías -desconocidas para los no iniciados-, tomados de la mano de una Polimnia rea y nocherniega, que no ocultaba su copa de más.
Por razones de trabajo me perdí muchas de sus actuaciones. Cuando coincidía con él, después solía llevarlo hasta su casa. Lo dejaba en Luis María Campos y Chenaut. Mientras con paso lento e inseguro se alejaba hacia la puerta de su casa, veía en sus espaldas las alas que Hermenegildo Sábat le había dibujado, y con las que finalmente alzó vuelo.
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Imagen: Fotografía de Hernán Oliva.