2 sept 2010

“Eras como la calle de la melancolía…”


(De Alfredo de la Fuente)

Frecuentaba Zamora bailongos de la vecindad, como el salón Augusteo y Unione e Benevolenza. Supe alguna vez acompañarlo, y debo reconocer que no me hallé muy a mis anchas. Conocía poca gente, la concurrencia era de hombres y mujeres bastante mayores. Zamora en cambio se transformaba; bailaba pieza tras pieza, me arrastraba a cada rato al buffet junto a sus numerosas amistades. Tornábase extrovertido y risueño más allá de las copas, que en él no modificaban su estado de ánimo, sino que lo acompañaban. Otro hombre por obra y gracia de la milonga. “Me encuentro con la gente de antes, a algunos los conozco desde que era pibe, antes de ir en cana por aquella muerte”, comentaba una madrugada comiendo un puchero en el Edelweiss. La avanzada hora más el abundante escabio incitaron mi indiscreción y sus confidencias: "Yo había conocido una mujer en el cabaret. Una de las hembras más lindas y ganadoras que trabajaban allí. Me tenía como a un príncipe, fui a vivir con ella y la pasábamos fenómeno. Una polaca que antes de conocerme andaba con un paisano de ella. Lo que yo no sabía (por lo menos no lo sabía muy en detalle) era qué pasaba con todos estos polacos en el negocio de la prostitución. Por los años treinta existía una organización, la Zwi Migdal, que antes se había llamado Varsovia. Llenaba todos los requisitos legales contando con gran cantidad de propietarios, prostíbulos, dinero. Tenía su secretaría en Mitre 452, Avellaneda, ocupando su sede en la capital una importante residencia en Córdoba al tres mil, un suntuoso edificio de dos plantas que se levantaba tras un amplio jardín con palmeras. En su interior funcionaban una sinagoga, una sala velatoria, un cómodo salón de fiestas, y hasta salas para alojamiento. También tenían en Avellaneda cementerio propio; todavía existe el cementerio abandonado. Todo esto y mucho más para beneficio de sus asociados, que venían a constituir una mutualidad de cafiolos que operaba más o menos así: Muchos de los tenebrosos viajaban a Polonia, donde comenzaban a noviar con jovencitas. Se hacían pasar por comerciantes que, enriquecidos en América, regresaban a su tierra a buscar esposa. Falsificaban pasaportes, libretas matrimoniales y toda la documentación necesaria contando para ello con una red de funcionarios aquí y en Europa. La mujer que caía en su órbita nunca más quedaba libre. La comisión directiva intervenía en la venta de mujeres, indemnización a los socios que se quedaban sin ellas, traslados o transferencias de pupilas a distintos prostíbulos, multas por incumplimiento de compromisos, juicios por derechos de explotación. Realizaban remates en establecimientos comerciales pertenecientes a miembros de la Migdal. En un tablado preparado para tales efectos, se exhibía la mercadería al desnudo, con un rematador y ofertas en voz alta. La organización imponía la manutención del macró en vida, atención por enfermedad, gastos de sepelio y entierro. La mujer era heredada, en caso de fallecimiento, por algún pariente cercano del difunto, o transferida a quien la Migdal determinase. Tenían una junta de disciplina que sancionaba con castigos la rebeldía de sus pupilas. Se calcula que tenían cerca de dos mil prostíbulos. Tampoco los socios varones eran libres y cuando trataban de independizarse acababan fatalmente en cana por designio de la asociación. La mina que te cuento, era de ellos. Yo boleteé a uno. Me pudo haber ido peor, si cabe. Hablando de los bailes estos, recuerdo que también solía venir cuando salí de preso y conocí a la María. No sé si te conté. No quería joda. Me puse a buscar laburo, pero quién le da laburo a un tipo como yo en esa situación. Una noche un reo amigo me invitó a una milonga. Era un beneficio que le hacían a un grata que había quedado chacado de los fueyes después de cumplir una condena, y se tenía que ir a Alta Gracia. En aquella época no tenía cura la tuberculosis, pero muchos que se iban allá, si se cuidaban podían ir tirando y vivir unos años.
Yo mismo tenía la clásica tos fulera del canero; a veces me dolía la espalda, en fin, lo que pasa a los que estuvimos mucho tiempo en el estaro, sobre todo en La Tierra. Por supuesto no le daba pelota. La única vez que tuve que ver con médicos fue cuando me cortaron el brazo. Aparte debo tener buena salud: sólo siendo muy sano se podía sobrevivir una cana en el penal de Ushuaia.
El beneficio era en el Salón Rioja; lo acompañé de puro aburrido. Un bailongo bastante rante que estaba a unas seis cuadras de Once, justamente en la calle Rioja. Cómo serían los despelotes que se armaban en el lugar, que una vez, un conscripto mató a un botón con la bayoneta que usaban en aquel tiempo los colimbas. Desde entonces -y fue la única milonga donde vi que se hiciera eso en Buenos Aires- te palpaban de armas a la entrada.
Mi amigo era caralisa. Nos encontramos con su jermu que estaba con una compañera. En un aparte nos comentó que la amiga era medio rayada y acababa de estar internada en un loquero. Las dos hacían el patín. Bailé con María -así se llamaba-, y no me pareció rara. Quizá un poco asustada y algo triste, aunque ligera y con bastante sentido del humor.
A la salida mi amigo y la mujer se fueron por su lado: yo invité a mi compañera a cenar a una parrilla de la Recova que estaba abierta toda la noche. Hablamos intensamente de nosotros, aunque con sobriedad, con la naturalidad que emplean para hablar de su pasado los seres que han sufrido en serio. Cuando salimos del restorán era pleno día. Se vino a acostar conmigo. Al otro día fui a buscar las cosas que tenía en una pensión. Desde entonces se quedó en casa.
Yo ya no servía para fioca y ella tampoco para puta. Nos dimos cuenta a poco de estar juntos. No le pedí que lo hiciera, pero a falta de otra cosa se sentía obligada a salir todas las tardes. Volvía con tres mangos locos. Los dos estábamos podridos de nuestra vida pasada: uno al otro nos mentíamos que la calle estaba dura. Ella recelaba que si salía a ganarme el mango me metiera en algún lío grave. Yo por mi parte, cuando tardaba en llegar me alarmaba pensando que podía estar en cana. Me salieron algunas changas de electricista, un oficio que empecé a practicar de pibe y terminé de aprender en el penal. Ironía de la vida. Yo, que siendo sano y joven, jamás había laburado, me iba a ganar la vida decentemente ahora que me faltaba el brazo y sin que esto fuera una dificultad para mi buen desempeño. Por el contrario: manualmente tengo más habilidad ahora que antes de quedar manco. La necesidad agudiza el ingenio, dicen. Vivíamos con poco, nuestras necesidades eran modestas. Así tuve cada día más trabajo, María dejó de hacer la calle. Estábamos contentos, fue una linda época. A veces salíamos: íbamos a comer a Bachín, al biógrafo, de vez en cuando a bailar al Augusteo o a la Suiza. Pasaron algunos meses y cuando todo parecía encarrilarse, en el sentido que dos personas como nosotros pueden esperar después de haber sufrido tanto, comencé a notar algunos detalles extraños en mi compañera. Salía repentinamente volviendo luego de varias horas sin recordar, según ella, adónde había ido. De pronto se pasaba el día en la cama con la cabeza tapada por las mantas, sin levantarse; desatendía la casa, aparecían cosas rotas sin explicación. Una ocasión se encerró en el baño durante doce horas sin que consiguiera hacerla salir por nada. Otra vez llegué y al intentar abrir el departamento comprobé que había corrido y amontonado todos los muebles contra la puerta: cuando logré entrar la encontré temblando acurrucada en un rincón con la cara descompuesta y la mirada aterrada. Le pregunté qué pasaba y me contestó cualquier disparate. Traté de llevarla a un médico. Se negó con evasivas. Durante algunos días pareció volver a la normalidad aunque se la notaba preocupada y en silencio. Una tarde al volver a casa no la encontré. Se había llevado unas pocas cosas. Me dejó una nota; creía que lo mejor era irse, que no me preocupara pues iba a estar bien. Traté de buscarla, pregunté a conocidos: todo fue inútil. Como si se la hubiera tragado la tierra. Años después se presentó en mi casa una mujer que traía estos apuntes de ella. Era una enfermera que la había atendido en sus últimos momentos en el Neurosiquiátrico Moyano: le dio esta dirección para que me los trajera con el encargo de trasmitirme que siempre me había recordado con cariño. Murió envenenada no se sabe si por accidente o qué. Algunas cosas que escribe son confusas. Otras dolorosas. Me gustaría leértelas. ¿Vamos hasta casa?”.
Mientras hablaba durante la cena, paulatinamente se había puesto triste. Pensé que el Manco Zamora debía tener mucha necesidad de leer aquellos viejos papeles.
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Sede de la Zwi Migdal en la avenida Córdoba 3280. (La foto pertenece al blog: Buenos Aires Tenebrosa: http://buenosairestenebrosa.blogspot.com .Un espacio para la investigación histórica de la trata de blancas y la Zwi Migdal).