30 sept 2010

Barquitos


(De Edgardo Lois)

La piba hacía barquitos. Los hacía con pedacitos de papel que encontraba tirados en la calle. Una vez hallado el papelito se aplicaba afanosamente, la piba sí, era una apasionada, a la metalurgia urbana nacida entre sus dedos largos. La piba era alta, piernas largas, con una manera generosa de llegar, ella y su movimiento; y era piba de andar pariendo barquitos de papel, apenas un detalle entre tantos detalles para ver en las calles de Buenos Aires.
En la calle, el viento raspa de manera considerable.
Día gris, afuera de otoño, y aún más gris dentro de este café ubicado en Corrientes y Acuña de Figueroa; muy Almagro gris en el café, porque en el café estoy mirando por la ventana, siguiendo con la mirada en gris las mujeres hermosas, de esta manera hay momentos en que algo dentro de la memoria se ilumina; viendo la cara de las personas, viendo el movimiento de tantos labios a la hora de hablar. Los que están bien hablan y a su lado hay otra persona, una compañía, un escucha; hablan los que van solos, pero que en una de sus manos llevan un ínfimo teléfono celular; hablan y hablan también aquellos que no tienen compañía ni teléfono. Están mal aquellos que hablan solos, es una suerte que siempre tenga papel en blanco, para que las palabras grises salgan silenciosas y a salvo de miradas.
Fue mirando por la ventana del café que descubrí uno de los cestos plásticos, naranja la vestimenta y con sombrero negro, que el gobierno de la ciudad coloca abrazados a alguna columna de esquina, intentando el milagro, la declaración fundacional, sí, todavía creemos en utopías, al menos en la de la basura en los cestos.
Sobre el sombrero negro del cesto esquinero, siempre suspendidos entre la tierra y el cielo cercano de la ciudad, descubro un diminuto barquito de papel. Salido, sin duda, del astillero que los fabrica con el típico papelito que dan en la vía pública los emisarios de los que compran celulares deslineados o que ofrecen cachorras por quince pesos los quince minutos; así el barquito navegaba en la esquina. Desde cuándo era la pregunta, porque el viento no es poco; y porque es muy raro que alguien que por azar descubra la presencia en la calle no quiera llevárselo a casa, a su marina privada de las cosas encontradas y por tanto tan gratis ellas, o tan sólo revolearlo, porque para qué pondrán, por ejemplo, barcos donde no se debe.
La piba dijo, alguna vez, que sí, que me había leído y que recordaba un texto: Barcos fuera de lugar. Pero en ese tiempo, cuando la lectura, ella ya hacía barquitos.
El barquito sigue sobre el cesto, es una suerte, porque de tan gris es que estoy escribiendo barquitos mientras veo la imagen de la piba, en Buenos Aires, en un café; siempre la veo en cafés. Pensándolo bien, sí la vi en otro lado, en el cementerio de la Recoleta, pero fue en fotos y sobre una mesa de café, entonces no sé a qué viene la aclaración cuando ella estaba tan húmeda en blanco y negro y, sin embargo, la piba no parecía, es decir era la misma expresión decidida, era, como siempre, el rostro de la pasión, pero parecía otra piba, una que no conozco, pero que sin duda me interesaría conocer. Sé de sus adentros, tristes y felices los momentos hacen ronda con cuerda cíclica en la memoria de la piba, así hasta ahora, así siempre será, así en el cielo como en la tierra, la piba será esa que ya es. Anotaba porque ella aparecía tan sugerente en su blanco y negro de cementerio, por momentos un rostro de otra época, por momentos una mujer vampiro que sobre un banco de cemento del Recoleta, atrae, no hay duda, y ofrece, tampoco hay duda.
En la Recoleta no se veían barquitos de papel, porque ella, quizás, pienso, los llevaba puestos y en ese día, no los regalaba.
Una mujer mayor se para frente al cesto, se agacha un poquito, avanza un paso; la imagino cerrando y volviendo a abrir los ojos, se acerca otro paso, ya no tiene dudas, es un barquito, gira sobre sí misma y mira hacia el café, mira como buscando un cómplice para el descubrimiento; nos miramos y desde mis ojos grises le digo, creo que entiende a pesar del viento, que sí, que es así, que es un barquito de papel sobre un cesto de basura y que bien lo sé ya que lo estoy anotando. Después que le dije, la mujer siguió su camino, más tranquila.
La piba pasó por esta esquina, pero cuándo. Miro, en un arranque estúpido, para ver si está en el mismo café; obvio, no, ya estaría a mi mesa. Miro las veredas en ambas márgenes de la avenida y otra estupidez, era imposible que la piba estuviera en las proximidades de la esquina, ¿cuánto hace que miro el barquito de papel desde este ventanal?, una hora, no seas tan estúpido. Pero entonces, por qué el barquito, cómo es que el barquito no ha sido, por lo menos, destronado, hundido, escorado, por el viento y llevado hasta las profundidades de la vereda.
Mi tío me dijo que él mismo fue, toda su vida, un barco fuera de lugar, y ella, la piba, también es barco fuera de lugar.
Me descubrí como barco fuera de lugar cuando me encontré con un barco entre las sierras, iba de paseo, inimputable en mi más pura estupidez turística, cuando encontré el barco entre los árboles, lejos del agua; me dije, lejos del agua y de muchas cosas más, me dije, vos, yo, barco fuera de lugar; así supe.
Ser como barco significa que uno podría ir hacia algún lado, que podría, por ejemplo, flotar, y que hasta podría llegar a algún puerto, hermoso sería llegar a uno de los puertos de Raúl González Tuñón, pero para ello habría que aceptar el agua, estar en el agua, y no porque el agua no sea real, sino porque algunos navegan entre distintos territorios, sólidos territorios que poco tienen que ver con el agua y sí con un sube y baja de plaza entre las felicidades y las tristezas, algo así como estar siempre dejando y estar siempre recibiendo, los días, sus momentos, y sí, sus dudas.
Ella, la piba, me había contado una vez, en uno de nuestros cafés, que hacía barquitos de papel, con papeles encontrados en la calle, y los dejaba en distintos lugares, teléfonos, cestos de basura, pareditas, y en casos especiales, ella llegaba a entregarlos en propia mano.
En Buenos Aires hay una piba que te puede regalar un barquito de papel; a mí me regaló uno, pero en un café, nunca me la encontré en la calle; sólo en el café y en la Recoleta.
Después de pagar mi café y guardarme mi grisura de otoño; luego de cerrar la libretita y tapar mi lapicera roja, salí del café y me acerqué hasta el puerto. No iba a dejar el barquito en medio de esta tormenta de ciudad, me lo llevo, sí, me dije así, me lo llevo, pero cuando lo agarré comprendí el acto desesperado.
El barquito estaba frágilmente pegado sobre una pasada, muy pequeña, de pegamento, como un alto transparente en la senda de un caracol, por eso el viento no se lo llevaba, y entonces, además, el destino haya querido que nadie se lo llevara hasta que yo me acercara; el destino en Buenos Aires a veces está tan fuera de lugar que asusta y alegra.
Cuando se es barco fuera de lugar puede uno en algún momento intentar resistir a la eterna deriva, creo que por eso mi tío sigue viviendo en países extraños, saltando de uno a otro, buscando resistir e intentando cada vez su mejor manera de estar; por eso creo que la piba agrega, a veces, pegamento, como resistencia ante la fugacidad, la fragilidad de las sensaciones en la alta melancolía de los territorios sólidos.
Por esa misma razón creo que sigo pegando palabras sobre las hojas de papel, como resistencia mientras no dejo de ser aquello que descubrí entre las sierras, un barco fuera de lugar, como ella, la piba.

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Imagen: "Barco de papel", óleo de la artista plástica española Maribel Caro.